Como arquitectos, nos dedicamos a observar acontecimientos que aún no han ocurrido pero que ya se han repetido muchas veces. Originalmente, ‘habitar’ (habitare) significa ‘repetición’. En palabras del escultor Chillida «Todo lo que el ojo ya lleva dentro es lo que vemos».
Más que fijarnos en las formas, debemos observar detenidamente estas acciones repetidas: cómo se inclina un cuerpo al sentarse, cómo se encuadra una vista, caminar descalzo, la entrada de luz a lo largo del día, la forma en que un cuerpo se apoya en una pared, etc.
El espacio es un molde para la vida, pero la mirada también debe vagar, moverse de un lado a otro, dejarse perder sin un propósito concreto. Se trata de una mirada liberada que trasciende la utilidad, que va más allá del presente y abarca tanto el pasado como el futuro en un solo instante.
Las líneas de un boceto se mueven en este tiempo intermedio, donde la forma aún no ha tomado cuerpo, pero ya está llena de tiempo. A veces hay que entrecerrar los ojos para ver mejor, incluso cerrarlos por completo y dejar que el silencio y la oscuridad lo envuelvan todo. Quizá sea esa la mirada más desafiante. Es en esta mirada subterránea, llena y vacía al mismo tiempo, donde la arquitectura puede ser más fértil.